PAUL KRUGMAN, El Páis, 02/10/2011
Martes 11 de octubre de 2011, por Carlos San Juan
Es posible estar aterrorizado y aburrido al mismo tiempo? Así es como me siento respecto a las negociaciones que están teniendo lugar ahora sobre la forma de responder a la crisis económica de Europa, y sospecho que otros observadores comparten este sentimiento.
Por una parte, la situación de Europa es realmente, realmente, alarmante: con países que representan un tercio de la economía de la zona euro sometidos ahora a un ataque especulativo, la existencia misma de la moneda única se ve amenazada; y un fracaso del euro podría causar un daño enorme al mundo.
Por otro lado, los responsables políticos europeos parecen dispuestos a ofrecer más de lo mismo. Probablemente encontrarán un modo de proporcionar más crédito a los países en apuros, que puede que escapen al desastre inminente, o no. Pero no parecen nada dispuestos a admitir un hecho crucial; concretamente, que sin políticas fiscales y monetarias más expansivas en las economías más fuertes de Europa, todos sus intentos de rescate fracasarán.
Esta es la historia hasta la fecha: la introducción del euro en 1999 provocó un enorme incremento de los préstamos a las economías periféricas de Europa, porque los inversores creían (erróneamente) que la moneda compartida hacía que la deuda griega o española fuese igual de segura que la alemana. Contrariamente a lo que se suele oír, este incremento de los préstamos no sirvió en su mayoría para financiar los derroches en el gasto gubernamental; de hecho, España e Irlanda registraban superávits presupuestarios justo antes de la crisis y tenían un grado de endeudamiento bajo. En vez de eso, las entradas de dinero sirvieron principalmente para alimentar un crecimiento enorme del gasto privado, especialmente en vivienda.
Pero cuando el boom de los préstamos terminó de golpe, la consecuencia fue una crisis económica y fiscal. Las recesiones salvajes provocaron un descenso de la recaudación fiscal, lo que esquiló los presupuestos, llevándolos a números rojos; mientras tanto, el coste de los rescates bancarios condujo a un aumento repentino de la deuda pública. Y una de las consecuencias fue el derrumbamiento de la confianza de los inversores en los bonos de los países periféricos.
¿Y ahora, qué? La respuesta de Europa ha sido exigir una estricta austeridad fiscal, especialmente unos recortes drásticos en el gasto público, por parte de unos deudores con problemas, ofreciendo, por otro lado, una financiación provisional hasta que se recupere la confianza de los inversores privados. ¿Puede funcionar esta estrategia?
No para Grecia, que realmente cometió derroches fiscales durante los años de vacas gordas y debe más de lo que es factible que pueda devolver. Probablemente no para Irlanda y Portugal, que por motivos diferentes tienen también unas pesadas cargas de deuda. Pero con un entorno externo favorable -concretamente, una economía europea en general fuerte, con una inflación moderada- es posible que España, que incluso ahora tiene una deuda relativamente baja, e Italia, que tiene un alto nivel de deuda, pero unos déficits sorprendentemente bajos, puedan salir adelante.
Desgraciadamente, los responsables políticos europeos parecen decididos a negar a esos deudores el entorno que necesitan.
Mírenlo de esta forma: la demanda privada en los países deudores se ha desplomado con el final del boom financiado por la deuda. Mientras tanto, el gasto del sector público también se está reduciendo drásticamente a causa de los programas de austeridad. Así que, ¿de dónde se supone que van a llegar el empleo y el crecimiento? La respuesta tiene que estar en las exportaciones, principalmente a otros países europeos.
Pero las exportaciones no pueden crecer mucho si los países acreedores también ponen en práctica políticas de austeridad, lo cual es bastante posible que lleve a Europa en su conjunto a una nueva recesión.
Además, los países deudores tienen que rebajar los precios y los costes respecto a los países acreedores como Alemania, lo cual no sería demasiado difícil si Alemania tuviese una inflación del 3% o del 4%, lo que permitiría a los deudores ganar terreno simplemente teniendo una inflación baja o nula. Pero el Banco Central Europeo tiene un sesgo deflacionista; cometió un terrible error subiendo los tipos de interés en 2008 justo cuando la crisis financiera cobraba fuerza y ha demostrado que no ha aprendido nada al repetir ese error este año.
En consecuencia, el mercado prevé ahora una inflación muy baja en Alemania -alrededor del 1% durante los próximos cinco años-, lo que conlleva una deflación considerable en los países deudores. Esto agravará sus crisis y aumentará la carga real de sus deudas, prácticamente garantizando el fracaso de todos los esfuerzos de rescate.
Y no veo el más mínimo indicio de que las élites políticas europeas estén dispuestas a replantearse su dogma de la moneda fuerte y la austeridad.
Puede que una parte del problema sea que esas élites políticas tienen una memoria histórica selectiva. Les encanta hablar de la inflación alemana de principios de los años veinte (una historia que resulta que no tiene nada que ver con nuestra situación actual). Pero casi nunca hablan de un ejemplo mucho más pertinente: las políticas de Heinrich Bruening, el canciller de Alemania entre 1930 y 1932, cuya insistencia en equilibrar los presupuestos y mantener el patrón oro hizo que la Gran Depresión fuese aún peor en Alemania que en el resto de Europa (y sentó las bases de lo que ustedes ya saben).
Bueno, yo no espero que algo tan terrible ocurra en la Europa del siglo XXI. Pero hay una distancia muy grande entre lo que el euro necesita para sobrevivir y lo que los dirigentes europeos están dispuestos a hacer o, incluso, a considerar. Y dada esa distancia, es difícil encontrar motivos para el optimismo.